El rodaje se detuvo. La historia no.
Durante la pandemia, el proyecto de una prometedora película de terror quedó en pausa. Pero las pesadillas no entienden de cuarentenas. Ahora, ese universo oscuro y perturbador regresa, transformado en una novela, que te atrapará desde la primera página hasta el último escalofrío.
Sinopsis
Un viaje en autocar que se convierte en una confrontación con lo inexplicable. Los pasajeros, atrapados en un trayecto sin salida, deben enfrentarse a algo que escapa a la razón y que cambiará para siempre el rumbo de sus vidas.
Viaje de vuelta
Esta novela es la base de una futura película de terror cuyo rodaje se suspendió durante la pandemia.
Al final de cada capítulo obtendrás acceso mediante enlaces o códigos QR a escenas ya rodadas del futuro film o a material audiovisual exclusivo e inédito.
Lo que estás a punto de leer es más que una historia: es un puente entre la literatura y el cine, entre lo que fue y lo que está por venir.
En memoria de nuestra querida amiga Teresina Jordà Cervera
“El pasado no está muerto. No es ni tan siquiera pasado”.
William Faulkner
TRECE AÑOS ANTES
1
La noche había caído como un sudario oscuro, envolviendo la carretera en una penumbra espesa y casi tangible. Los faros del coche rasgaban la negrura, iluminando la delgada línea de asfalto que se extendía frente a ellos como una cinta sin fin. Una llovizna fina y helada resbalaba por el parabrisas, transformando el mundo en un inquietante caleidoscopio de sombras y luces fugaces, de una forma extrañamente hipnótica. En el horizonte, los relámpagos desgarraban el cielo con una furia silente, y unos segundos después, los truenos retumbaban como tambores de guerra, anunciando la proximidad de la tormenta.
—No pensaba tener que volver aquí —murmuró el padre Damián, con una voz que apenas era un susurro ahogado por el rugido del motor y el tamborileo de la lluvia. Sus ojos estaban fijos en la carretera, pero su mente vagaba por senderos de recuerdos que helarían la sangre a cualquiera.
—Hace ya dos años, ¿no? —inquirió el padre Tomás, un hombre de semblante afable y cuerpo robusto, que observaba a su compañero con una rara mezcla de curiosidad e inquietud.
El coche se desvió del camino principal, adentrándose en un sendero sin asfaltar que serpenteaba hacia la silueta del chalet, que se alzaba imponente contra el cielo tormentoso y sombrío. Sus ventanas oscuras parecían ojos vacíos que observaban con una malevolencia muda, salvo por una estancia iluminada en la planta baja y otra más tenue en la superior.
Ambos hombres, vestidos de negro y con alzacuellos, bajaron del vehículo y se quedaron inmóviles, con la mirada perdida en la imponente vivienda que se erguía ante ellos.
—Pobre familia…—murmuró el sacerdote del maletín, con un suspiro profundo—. La chica era madre soltera, con muchos problemas y acabó quitándose la vida, por lo que el niño vino a vivir con sus abuelos. Fue entonces cuando comenzaron los fenómenos extraños en la casa y me llamaron —tras una breve pausa, se giró hacia él y le sostuvo la mirada con firmeza—. En aquella ocasión, mi compañero prefirió no entrar a ver al niño. Creo que sería prudente que usted hiciera lo mismo. Si llego a necesitarle, le avisarán.
El hombre comenzó a caminar hacia la casa con paso decidido. Su compañero le siguió unos pasos más atrás, pero se detuvo, alzando la vista al cielo justo cuando un trueno desgarró el silencio.
—Va a caer una… —comentó consternado.
Tras el sonido del timbre, una mujer de cabello negro y rostro demacrado abrió la puerta, con una expresión apesadumbrada, intentando esbozar una sonrisa. Su maquillaje apenas disimulaba las huellas del desgaste que le infligía revivir aquella angustiosa situación.
—Buenas noches, padre.
—Hola, Marion. Lamento volver a vernos por estas circunstancias.
—Y que lo diga, padre Damián —respondió ella con un suspiro triste, haciendo un gesto invitándoles a entrar—. Adelante, pasen.
Tras las presentaciones pertinentes, los dos hombres entraron en la vivienda, cuyo interior de la casa ofrecía un contraste inquietante con el exterior lúgubre. El comedor era cálido y acogedor, con lámparas de luz indirecta que iluminaban cada rincón. Un hombre en batín estaba absorto frente al televisor, con sus ojos perdidos en la pantalla de una película que no parecía tener sentido para él. A su lado, una mujer de cabello canoso y sonrisa amable se levantó del sillón para recibir a los visitantes.
—Les presento a mi cuñada Luisa —anunció Marion.
Los sacerdotes estrecharon su mano con una cortesía mecánica, con sus pensamientos ocupados en lo que estaba por venir. El padre Damián lanzó una mirada cargada de preocupación al hombre del sofá y habló con voz contenida.
—¿Cómo se encuentra Jaime? ¿Sigue igual? —inquirió el sacerdote, señalándole con un gesto de la cabeza.
—Sí, lleva dos años sin hablar, desde la última vez que Nathan… —suspiró Marion.
—Lléveme con él. Mi compañero se quedará aquí.
—Muy bien, padre. Acompáñeme…
El padre Damián siguió a Marion por el pasillo tenuemente iluminado por el que habían entrado, cada paso retumbando en la madera como el eco de un mal augurio. Atravesaron una puerta que daba acceso a unas escaleras enmarcadas por una cristalera, las cuales ascendían hacia el piso superior.
—Puede dejar su maletín aquí —señaló Marion al alcanzar el piso superior, refiriéndose a un pequeño mueble en la entrada del pasillo, con un espejo , cuyo diseño lo partía en dos, creando una onda que seccionaba su reflejo y que lucía sobre las paredes de color rojo sangre.
—Entraré solo, como en la otra ocasión. Recuerde… No me interrumpan bajo ningún concepto, ni usted ni su cuñada, ¿de acuerdo, Marion? —remarcó el sacerdote, con su voz firme como una advertencia imposible de desestimar, tras ponerse la estola y guardarse en el bolsillo de su chaqueta el agua bendita y una pequeña linterna. — Si surge algún problema, avise a mi compañero.
—Sí, padre — asintió la mujer con un semblante afligido y una sumisa resignación, viendo cómo el sacerdote enarbolaba el rosario y una biblia como si fueran la espada y el escudo de un caballero medieval, dispuesto a encarar a un temible dragón, algo que quizás no distaba demasiado de la realidad del momento.
El padre Damián caminó por el pasillo, giró el pomo y entró, cerrando la puerta tras de sí.
2
Mientras tanto, en la sala de estar, el padre Tomás se entretenía examinando unas fotos enmarcadas dispuestas en un mueble de roble de corte clásico. En la primera, el niño aparecía solo, con el rostro serio y lúgubre. En la siguiente, Nathan estaba acompañado por sus abuelos, con una expresión inocente y despreocupada. En la última fotografía, se le veía con apenas diez meses, en brazos de su difunta madre.
De repente, un ruido perturbó el silencio. El primer retrato se había caído. El sacerdote se acercó y se dispuso a enderezarlo, con movimientos torpes. Desde joven sufría un trastorno obsesivo-compulsivo relacionado con el orden. Cuando por fin lo logró, asintió con la cabeza, satisfecho. Entonces, de manera inesperada, una mano se posó sobre su hombro. Se giró con brusquedad y se encontró cara a cara con Jaime, el abuelo del niño, que estaba de pie, con la respiración agitada. Sus ojos desorbitados lo miraban con una mezcla de terror y desesperación.
—¿Habéis venido a matarlo? Debéis acabar con él… antes de que él lo haga con todos nosotros.
El sacerdote dio un respingo, con el corazón martillando en su pecho. Justo en ese momento, se escuchó el traqueteo de un carrito de té que venía de la cocina y la voz de Luisa rompió el silencio.
—¿Querrá azúcar o sacarina, padre?
Al volverse, Tomás vio a Jaime de nuevo sentado en el sofá, como si nunca se hubiera movido. Mientras Luisa servía el té, Tomás se preguntaba si lo que había visto lo había imaginado, o si Jaime realmente le había hablado tras dos años de silencio.
—Sa… sacarina —tartamudeó, nervioso.
3
La luz de la mesita de noche, que parpadeaba y proyectaba sombras danzantes sobre las paredes, apenas lograba iluminar la estancia. En la cama, un bulto inmóvil se perfilaba como si estuviera esperando.
—¿Nathan? Soy el padre Damián.
El hombre de negro avanzaba con cautela, notando como el olor nauseabundo llenaba sus fosas nasales, provocándole una mueca de repulsión.
En su concentración, no se percató de que una pequeña sombra pasó corriendo tras él, deslizándose hacia una cómoda en la penumbra de un rincón, junto a la ventana cubierta por amplias cortinas.
—Nathan, he venido a ayudarte.
Con manos temblorosas, apartó la cubierta y las sábanas de la cama, revelando solo una almohada donde debería estar el niño.
—¿Ha vuelto, padre? —inquirió una voz grave y distorsionada justo a su izquierda, sin esperar respuesta.
—Nathan, basta de juegos —rogó con voz firme buscándole con la mirada.
—¿En serio, padre? Aún no ha entendido lo que sucede… ¿Piensa que soy el mismo demonio de la otra ocasión? Esta vez he decidido hacer las cosas yo mismo y no delegar el trabajo a incompetentes…
El niño, con el rostro pintado con ceras del colegio, de blanco y los ojos delineados como cuencas vacías, se agazapaba tras el mueble, tratando de ocultarse. El cura avanzó hacia él, rodeando la cama con pasos cautelosos.
—No pretenderás que me crea que eres realmente el Príncipe de las Tinieblas —se burló el padre Damián—. No es la primera vez que me enfrento a los delirios de grandeza de entes como tú…
La luz comenzó a parpadear con más rapidez hasta que la bombilla se apagó por completo, sumiendo la estancia en una oscuridad total. Entonces, una risa demoníaca y estremecedora, estalló en el aire.
4
Los rayos serpenteaban en el cielo sombrío mientras, en la habitación, el padre Damián iluminaba con su linterna detrás de la cómoda, pero Nathan ya no estaba allí. Entonces, vio otra lámpara que yacía sobre el mueble y la encendió, aunque su débil luz apenas lograba disipar la asfixiante negrura que envolvía la estancia.
De pronto, sintió una presencia a su espalda. Una figura fantasmal, cubierta por la colcha de la cama, lo observaba inmóvil. Un zumbido creciente de moscas le ensordeció los oídos.
El cura tiró de la tela con cautela, como si el tiempo se hubiera ralentizado a su alrededor. Pero, sorprendentemente, debajo no había nada. Contuvo un grito al descubrir al niño en el rincón frente a él, desafiante, junto a la puerta cerrada por la que había entrado momentos antes.
—Sus dudas me divierten, padre. Tengo grandes planes para este pequeño… —los ojos rojos del pequeño brillaban con malevolencia, y sentenció con una voz gruesa y retorcida— ¡y no voy a permitir que interfiera!
—No sé qué pretendes, criatura del averno. Ya te expulsé de este cuerpo inocente antes y volveré a hacerlo ahora.
El sacerdote sintió de nuevo aquella oscura presencia detrás de él que le deslizaba la estola hasta hacerla caer. El hombre se giró y sintió un escalofrío recorrerle la espalda: el niño ahora estaba en el techo, cabeza abajo, adherido de forma antinatural, como si la ley de la gravedad no tuviera efecto alguno sobre él.
Nathan emitió un sonido gutural, una mezcla inquietante medio animal, medio humano, y arañó el rostro del sacerdote. Este lanzó un grito ahogado y llevó la mano a su frente, sintiendo el calor de la sangre. Tembloroso, iluminó su palma con la linterna, confirmando la herida, y luego apuntó hacia arriba, donde la pequeña figura lo miraba de manera burlona y desafiante. En ese intante, en un parpadeo, el niño se lanzó por el techo con una velocidad sobrenatural, cruzando la habitación mientras su risa, espantosa y hueca, se expandía por las paredes con un eco macabro. Con un estruendo, el pequeño poseso rompió el cristal de la ventana y desapareció en la oscuridad. El sacerdote permaneció paralizado, exhausto, atrapado en un torbellino de caos y terror.
Con la respiración acelerada, el hombre se acercó a la ventana rota, donde las cortinas danzaban con el viento como fantasmas. Se asomó, pero no alcanzó a vislumbrar al niño entre los árboles que se agitaban abajo. La sangre le cubría la ceja izquierda.
De pronto, un sonido mecánico lo alertó; algo se acercaba e irrumpía en el dormitorio. Marion y Luisa aparecieron sonrientes ante el hombre, portando el carrito con ruedas y una bandeja cubierta con una gran campana plateada.
—Ha huido —anunció el cura, con aire consternado.
—¿Se quedará a cenar con nosotros, padre? —inquirió Luisa, con su tono siempre amable—. Su compañero está exquisito.
—¿Cómo? —el padre Damián estaba confuso.
—Sí, está muy sabroso —afirmó Marion, con una sonrisa helada—. ¿Quiere probarlo?
Marion recogió con su dedo índice la sangre que quedaba en la comisura de sus labios y la relamió, para luego levantar lentamente la campana metálica.
El padre Damián retrocedió horrorizado al ver aquella atrocidad: la cabeza de su compañero descansaba sobre el plato, rodeada de lechuga, y parecía aliñada macabramente con su propia sangre. Su ojo izquierdo se hallaba fuera de su órbita y parecía mirarle fijamente, suplicando un auxilio que nunca llegaría.
Un grito desgarrador escapó de la garganta del cura y pareció hacer temblar los cimientos de la casa, mientras las dos mujeres permanecían inmóviles, con una sonrisa congelada en los labios, repleta de dientes afilados. El padre Damián gritó de nuevo. Y lo hizo dos veces más… hasta que el estruendo de la bocina del autocar lo despertó.